Por Alina Marrero
Para Fundación Nacional para la Cultura Popular
Eran cerca de las siete de la noche, cuando el pasado domingo 2 de octubre salimos de la última función de ¿Quién le teme a Virginia Wolf?” del dramaturgo norteamericano Edward Albee (1928-2016). Muchas personas, que también habían salido de la sala René Marqués en el Centro de Bellas Artes de Santurce, se encontraban reunidas en pequeños grupos sosteniendo conversaciones en las cuales se concentraban con mucho interés. Hablaban sobre las actuaciones, la dirección, la escenografía, las luces el vestuario, pero, sobre todas las cosas, hablaban sobre el texto.
Comentaban con asombro, la vigencia de una obra que había sido escrita en 1962, justo en el medio del terror a los ataques nucleares provocado por la guerra fría. Sesenta años después, y ante posibles ataques nucleares, ¿nos encontramos en el mismo lugar? Confesamos que estábamos tan golpeados por el ejército de palabras comandadas por Albee para la batalla de una sola noche en algún lugar de Nueva Inglaterra, que desparramó en los papeles, como todos en aquella plaza.
Edward Albee, ganador del premio Pulitzer en tres ocasiones, es reconocido por sus obras vanguardistas “The American Dream” (1961), y “The Sandbox” (1959). No obstante, su obra más conocida es “¿Quién le teme a Virginia Wolf?”. Hay tanta información sobre el autor y su obra, que no resultará difícil hacer una búsqueda para enterarnos. Algunos teatreros puertorriqueños recuerdan aquel momento cuando el profesor Dean Zayas invitó a Edward Albee a Puerto Rico, y tuvieron la preciada oportunidad de compartir con él.

No seremos los primeros en decir que “¿Quién le teme a Virginia Wolf?” es una de las más mejores y más fascinantes obras de la dramaturgia del siglo 20. Se dice que la obra es un banquete actoral, lo cual, sin duda es. Sin embargo, definirla solo en esos términos no le hace justicia al magnífico documento que es. Entre el absurdo, el realismo, el naturalismo y el expresionismo, Albee dio a luz una brillante pieza de arte, cuya forma y contenido atrapan al público que se somete, hipnotizado, a su lectura y a su representación.
Entre tantos comentarios punzantes y desgarradores, de extrema vigencia, advertimos, dentro de la unidad de tiempo y espacio, temas como la agresión; la espera de alguien que no llega; el juego como rito; personajes atrapados en un mundo imaginario; la ética; y la manipulación científica y descarrilamiento humano para fines de una sociedad uniforme y perfecta.
Desde su estreno en Broadway, en el Billy Rose Theatre, el 13 de octubre de 1962, “¿Quién teme a Virginia Woolf?” se ha representado con éxito en los escenarios más prestigiosos del mundo. La fama tuvo su pico en 1966, cuando se estrenó la adaptación cinematográfica, dirigida por Mike Nichols y protagonizada por Richard Burton y Elizabeth Taylor, quien obtuvo el Oscar a la mejor actriz de ese año. Para cualquier actor, competir con el recuerdo engrandecido de mitos descomunales no es fácil.
George y Martha (muy a propósito tienen los nombres del primer presidente de los Estados Unidos y su esposa), intelectuales de clase acomodada y profesores universitarios, arrastran un arsenal de odio acumulado durante todos los años de matrimonio. Luego de una fiesta propia de académicos en su ambiente, y justo a la medianoche, reciben en la casa a una joven pareja, tal como ellos, intelectuales y profesores. En un acto de un espejo delante de otro, el tiempo desintegra las fronteras. Para la joven pareja, Honey y Nick, el futuro deambula delante de ellos en las figuras de Martha y George. Los personajes son todos retorcidos, ninguno es redentor.

Por supuesto, el desprecio que manifiesta el uno por el otro es el desprecio que provoca la insatisfacción en la propia vida. En una sola noche se pulveriza lo que parecía ser maravilloso, en ambas parejas. El juego, o interacción, entre ellos es directo, cruel y macabro desde el primer momento.
Cuando sale el sol, Nick y Honey se van, Martha y George se quedan solos. Y si en algún momento nos dio la impresión de que el matrimonio va a terminar, recibimos la burla del desengaño cuando ella confiesa “temerle a Virginia Wolf” (lo que se traduce como temor a la vida), mientras él la consuela muy plácidamente, y nos damos cuenta que así vivirán por siempre. El autor no está hablando solamente de Martha y de George.
Desde que subió el telón el pasado domingo en la Sala René Marqués del Centro de Bellas Artes de Santurce, nos golpeó el orden del caos de la propuesta del director Gilberto Valenzuela, quien también diseñó la escenografía. Muy de acuerdo con la amalgama de asuntos que rige esta obra, este diseño, mostró el interior de la amplia sala de una casa clásica, de clase acomodada, en Nueva Inglaterra, vivienda propia para la profesora universitaria, quien es también hija del rector. La cuarta pared estaba enmarcada por el desorden muy ordenado, de libros, cuyo propósito era establecer el reguero que define el autor. Entre los colores, los elementos y el ambiente en general, sentimos la escenografía como una planta carnívora amenazante. De hecho, la escenografía, funcional y simbólica, nos pareció un acierto de esta producción. Las luces de Lynette Salas, en complicidad con la escenografía, y con el todo de la intención, fue otro gran acierto del montaje. Por momentos, y por virtud de la luz, la escenografía quedaba convertida en una maraña distorsionada, que engrandecía y enfatizaba nuestra impresión caníbal. Y lo más importante, en todas las escenas, todo se veía perfectamente bien. ¡Bravo!

El concepto de montaje de Valenzuela trazó, para los actores, la ruta del realismo orgánico. Los desplazamientos eran mínimos. Las composiciones fueron simples y clásicas. Los movimientos estuvieron concentrados en la emoción. Lo anterior formaba el todo de un monstruo aterrador que existía para identificarse desde lejos, pero daba la ilusión de realidad cuando una determinada situación acaparaba nuestra atención, en una obra donde todas las situaciones son apabullantes.
La selección de los actores para un trabajo que exige retar los límites, fue precisa. Cristina Soler le impartió a su Martha tanta naturalidad que, por momentos, nos pareció estarla mirando desde su misma sala. Sus mejores momentos fueron los más dramáticos, sobretodo el inolvidable final. Lo mismo afirmamos de René Monclova, quien caminó todos los trayectos en complicidad con su George. Ambos son actores de primer orden, que se han distinguido, y continúan distinguiéndose por la credibilidad que irradian sus actuaciones.
Jonathan Cardenales, también en el matiz de lo orgánico, le fue muy fiel al oportunista profesor de biología Nick. Desde la primera entrada nos transmitió desconfianza, y nunca logró nuestra simpatía (nos referimos a Nick).
Los laureles de oro de la función del domingo los ponemos en la frente de Camila Monclova, quien nos sorprendió con una caracterización excelente, lejos de ella misma y del estereotipo. Gestos, movimientos, compostura, reacciones, Monclova no perdió un solo ápice de oportunidad para bordar su personaje con alta verdad y sincera emotividad.

El vestuario de Gilberto Valenzuela, el maquillaje y los peinados de Ivette Colón y Carlos Grau, y la utilería de Carlos Aurás, funcionaron como aliados de los personajes.
Completan el equipo de producción, Jaime Figueroa (asistente de director y regidor); Juan Carlos Rivera y Tarimas Lesmar (realización de escenografía); José Gutiérrez (pintura de escenografía); ARTTE (técnicos); Wilda Santamaría (relaciones públicas); Mariana Carbonell (coordinación de utilería y vestuario) y Paco Márquez (fotos).
“¿Quién le teme a Virginia Wolf?”, fue una producción de Carlos Carbonell y Gilberto Valenzuela para Tablado Puertorriqueño y Producciones Girasol. Les agradecemos el haber traído a Albee a nuestros escenarios, sobre todo, en un momento como el que vivimos. ¡Oportuno! ¡Relevante! ¡Necesario! Excelente aportación a nuestro país.