Por Alina Marrero
Para Fundación Nacional para la Cultura Popular
El pasado jueves 28 de julio, a las siete de la noche, estábamos de camino al Centro de Bellas Artes de Santurce al estreno mundial de la ópera “Y los pasteles” de la joven compositora puertorriqueña, Johanny Navarro, cuando tuvimos un pensamiento: “Si los productores de ‘El bizcocho’ nos obsequiaron un pedazo de bizcocho, aquí deberían repartir pasteles”. Con esos deseos, nos estacionamos, caminamos hacia el vestíbulo y cuando atravesamos las puertas, no solamente había pasteles, también fuimos agasajados con coquito de chocolate. Recordamos aquello de que “cuidado con tu sueño porque puede convertirse en realidad”, y el sensacional programa de mano nos dio una segunda felicidad. Como somos temerarios, soñamos con más y entramos en la Sala René Marqués con el deseo de tener una gran velada.

El estreno de una ópera siempre es un gran acontecimiento. El estreno mundial de una ópera puertorriqueña contemporánea tiene que ser motivo de fiesta nacional. Si añadimos que la compositora, la directora de orquesta, directora de escena son talentosas mujeres puertorriqueñas, botamos la casa por la ventana. Aunque hay mucho más, no hay que explicar más para asegurar que el mundo de la música puertorriqueña tiene motivos globales extraordinarios para celebrar.
Poco después de las ocho de la noche, había casa llena. Los músicos en el foso afinaban sus instrumentos. Vimos a la directora musical, Yabetza Vivas Irizarry, hacer su entrada, y se formó una algarabía. La ópera, pospuesta meses atrás por efectos de la pandemia, ¡por fin iba a estrenar!
Una introducción, cuyo motivo era el himno de la Universidad de Puerto Rico, provocó que subiera el telón de boca. Nos encontramos cara a cara con un telón pintado que intentaba copiar la parte del frente del teatro UPR-RP. Frente a ese telón, descubrimos a unos jóvenes, cuerpos metidos en togas, acabados de graduar y nos dimos cuenta que, arriba, en la boca del escenario, una pantalla mostraba el diálogo de la ópera en español e inglés. Comenzó a desenredarse una historia, divertida, novedosa, sencilla, vigente, y muy pertinente. El libreto, escrito con acierto y sana picardía por José Felix Gómez, mostró tal coordinación con la música, que, ambas cosas, parecían salir de la misma mano.
Chica (Carla Vargas Fuster), una recién graduada universitaria, celebra una fiesta navideña tradicional en el campo e invita a sus amigos. Doña Tere (Zulimar López Hernández), su madre, se opone porque no hay pasteles y, sin pasteles, no hay Navidad. Un enamorado John (Jehú Otero Mateo), se propone formalizar su relación con Chica, y asiste a la fiesta. Nando (Martín Alicea), un joven que trabaja en el cafetal de los padres de Chica, busca que ella se enamore del cultivo del café y de la vida campesina. En su empeño, Nando queda prendado de ella y ella de él. En medio de los pugilatos por conseguir y preparar pasteles, llegan los invitados y se arma el jolgorio navideño. John y Nando pugnan civilizadamente por el amor de Chica. Doña Tere y la abuela prefieren a Nando. Los amigos, a John. Mientras, Chica disfruta de la fiesta y del galanteo de los jóvenes enamorados, pero no da muestras de decantarse por ninguno de los dos. Y es que Chica lo tiene bien claro: nació para ser libre como el viento. La fiesta se completa con la cena navideña protagonizada por los pasteles. El libreto, entre otros decires, críticas y simpatías de nuestra vida isleña contemporánea, incluye el detestado apagón de luz que, por ser tan recurrente, está a punto de formar parte de nuestro folklore.

Johanny Navarro mantuvo elementos que identifican la ópera tradicional, como la asignación de roles (Soprano lírica: protagonista, Mezzosoprano: antagonista; Tenor: protagonista; Barítono, antagonista; etc.), y la orquesta de música clásica (violín, viola, violonchelo, contrabajo, clarinete, fagot, trompa francesa, trombón y un multi percusionista que incluyó guiro, pandero y tambor de bomba). Como diosa de un lenguaje que no necesita traducción, en total dominio de los recursos internos, externos, formales y creativos, Navarro jugó con temas que forman puentes indestructibles. Aunque mantiene el asunto del tradicionalismo en el nacionalismo de nuestro folklore, la vanguardia es evidente en esta compositora. Al mezclar unos timbres con otros, se sale de lo ordinario. Sus sonoridades son arriesgadas, pero muy efectivas. Recibimos soplos en la oreja, pellizcos y moretones, de Sibelius, Stravinsky, Offenbach, Puccini, Wagner, Tchaikovsky, y hasta Le Luthiers nos sacó la lengua (Sin mencionar, uno por uno, a los excelentes compositores de música popular puertorriqueña con la gama, sin precedentes, de aguinaldos, bomba y plena).
Como “leit motive”, Johanny Navarro coronó centro de su reino al aguinaldo navideño puertorriqueño “Si me dan pasteles”, y le dio “licencia para matar”, con estética de premio. Esta ópera, que tiene como virtud un imán para atraer a los no conocedores del género y a los jóvenes, puede llevar su imperio a cualquier escenario del mundo.
Entre los temas que nos persiguen con el recuerdo, sobresalen, por el juego y belleza en la armonía creativa entre las voces, los dos dúos interpretados por Carla Vargas Fuster y Zulimar López Hernández. El aria “¿Qué es el amor?” cantada por Jehú Otero Mateo. La receta para pasteles, aria para mezzosoprano interpretada por Anamer Castrelló en el segundo acto. El coro “Pa rriba pa bajo pal centro y pa dentro”, cantado por todos en el segundo acto.

El reparto estuvo muy bien seleccionado. Carla Vargas Fuster, es dueña de una linda voz de soprano lírica de fuerza vocal expresiva, la cual prestó con emoción natural a su interpretación de Chica. La soprano Zulimar López Hernández impartió seguridad, simpatía y credibilidad a Doña Tere, con su voz brillante y equilibrada, buena dicción y proyección cómoda en los agudos y los graves. El tenor Jehú Otero Mateo creó su interpretación de John con sorprendente naturalidad, proyección y buena afinación. La mezzosoprano Anamer Castrelló hizo resplandecer, con su voz vigorosa, muy atractiva en los graves, y su diligencia enérgica a la abuela Zuncha.
Ponemos estrellas en el aura del barítono Martín Alicea, quien desplegó su ángel escénico con su mera presencia, y mostró sus credenciales con su técnica, y timbre de belleza en su voz, al cantar expansivamente, sin esfuerzo, y ofrecer una emotiva y muy ágil actuación. ¡Bravo!
El cuarteto de amigos de Chica, formado por la soprano Nasha Padilla Ramírez, la mezzosoprano Camille Robles, el tenor Alberto Pérez Morales, y el barítono José Camuy, fue igualmente acertado. Brillaron con discursos claros y bien definidos, con timbres cuidados y buen gusto en lo musical, también en sus cortas intervenciones como solistas. Las intervenciones bufas fueron bien recibidas.
La versión orquestal, enfatizada en los motivos melódicos, fue dinámica y sandunguera. La batuta de Yabetza Vivas, fue sabrosa y contagiosa. Laureles para ella y para los músicos. ¡Bravo, Carolina Pons Martínez (violín 1), Fermín A. Segarra Cordero (violín 1), Stephanie Berríos Adorno (violín 2), Elisa García Gaetán (violín 2), Lourdes Naomi Negrón Santos (viola), Luz M. Osorio Díaz (viola), Gisela Rosa N. Colón (violonchelo), Osvaldo A. Ortiz Allende (violonchelo), Andrés Almodóvar Santiago (contrabajo), Jean Montes Santana (contrabajo), Víctor E. Carrión Morales (clarinete), Jorge A. Pacheco Mercado (fagot), José A. Colón Robles (trompa), Julio Peña Hernández (trombón), y José Fabián Rosa Santos (percusión).

La dirección escénica de Jeanne D’Arc Casas fue pausada y demasiado simple en su tráfico escénico. Las composiciones fueron básicas, y los movimientos, casi siempre eran pasos muy simples de baile sin desplazamiento. Dentro de la misma línea, la directora pudo aprovechar todos los espacios del escenario con creatividad. El concepto de montaje fue certero. Los cambios de escenografía se lograron con agilidad.
La escenografía (José “Checo” Cuevas) cumplió con proveer locaciones. El telón del teatro de la universidad estuvo bien pintado, la casa de la finca estuvo bien construida, de la misma manera, el chinchorro. Y aunque no vimos errores de hechura en los cafetos, no guardaban similitud ni con la realidad de la obra ni con la realidad de la vida. La iluminación fue básica y funcional. El diseño de vestuario (Miguel Vando), realista contemporáneo, logró definir quiénes eran los personajes, con tan solo mirarlos. El diseñador cuidó los colores en las composiciones. La utilería y la ambientación (Wendel Agosto) fueron muy efectivas.
Aplaudimos a los súpernumerarios (extras): Joralis Aponte Rivera, Fernando Castrello, Elvin Jahdiel Cedeño, Fabiana Isabel Figueroa, Alondra Mejía Rivera, María de los Ángeles Rivera Freiría, y Gilberto Robles, Alvarez.

Completan el equipo pastelero José Luis Gutiérrez y Artte (Tramoya, Luces y sonido); Lourymar Merced, Luis Enrique Rodríguez, Gabriel Soto, Patricia Suárez (Maquillaje y peinados); Jack Mari Ortiz (Asistente de dirección y regidora de escena); Elvin Jahdiel Cedeño (Pianista de ensayo); Ernesto Busigó Montero (Pianista de ensayo); Aida Belén Rivera Ruiz (Producción general); José M. Camuy Maymí (Producción y medios); Lonka Alvarez (Coordinadora de producción); Tito Iván Soto Ramos (Asistente de producción); Mayda Grano de Oro (Diseño del programa y arte gráfico)
Como pasamos una gran velada, emprendimos la salida del teatro, convencidos de que los sueños se convierten en realidad y, como somos temerarios, pensamos que la fiesta debería continuar. Cuando llegamos al vestíbulo escuchamos un rumbón desde afuera. ¡Eran los cantantes y músicos que participaron en la ópera a son de bomba y plena! ¡Allí estaba la fiesta!
“Y los pasteles” fue una producción conjunta de Teatro de la Ópera y de Pro Arte Musical. ¡Felicidades!
