“¡Que doble, bronce y plata,
la Vela, Vela, que se ha muerto la nata de la canela!
Mi bien amado de limón y ciruela va amortajado…”
(Requiem por Federico de Rafael de León, robado del corazón
de la actriz Joann Pollock, como homenaje a su profesor Dean Zayas)
Por Alina Marrero
Para Fundación Nacional para la Cultura Popular
Querido Dean:
Iré directo al grano. Me faltó un momento más contigo, y eso tiene mi corazón a mil. Me tiemblan las manos tanto como mis pensamientos. No tengo las fuerzas de reprocharte ausencia. Los celos detienen mis palabras. Siempre tuve la sensación de que tú y yo teníamos algo que no tenías con nadie más. De repente, veo por todas partes que todos tienen algo de ti, algo único y especial, solo para ellos mismos, que no se compara con nada y que era lo mejor de ti.
Me remito a las palabras del diseñador de vestuario en teatro, cine y televisión, que por muchos años trabajó en la NBC, CBS y Warner Bros., Iván Márquez: “Cuando entré en la Universidad, Dean me ayudó como si fuera un padre. Después de mi graduación, se me presentó una oportunidad de trabajo en Nueva York. De inmediato, llamé a Dean y le conté, pero le comenté que no podía aceptar porque no tenía los recursos económicos para alquilar un apartamento en esa ciudad. Dean llamó a su familia en Nueva York, quienes me acogieron hasta que me pude establecer. Después de un año, me mudé a Los Ángeles, y desarrollé mi carrera”.
Estas son palabras de la Dra. Anamín Santiago, profesora y actriz: “No puede pasar inadvertida su partida porque los artistas estamos llorando, porque papá se ha ido y queremos que el mundo lo sepa, porque papá era una escuela teatral que con intuición, práctica y estudio inventó mundos, estilos y estéticas. Que su realismo, sus siglos de oro y su teatro griego, al fin y al cabo los inventó y quedó su rúbrica entre los primeros del siglo 20 Estamos llorando al que nos aconsejaba, regañaba, educaba. No puede pasar desapercibida esta muerte como no puede “invisibilisarse” que ocurra en el centenario de su maestra y hermana Victoria Espinosa. Estamos de luto y queremos que el mundo lo sepa”.
Carlos Barsi, hijo de la actriz Nelly Jo Carmona, habló de esta manera: Mientras yo cursaba el bachillerato en la UPR, también trabajaba bajo el programa de “estudio y trabajo”. En ocasiones, fui acompañante a clase de personas con impedimentos. Hubo un semestre que me tocó ser acompañante de una chica con perlesía cerebral bastante severa. Ella requería de su silla de ruedas eléctrica para moverse. Su habla y movilidad estaban bastante comprometidas, además de tener muchos movimientos involuntarios. Pero uno de sus sueños era ser actriz, y tuvo el valor de matricularse en un curso de introducción a la actuación. La clase fue con Dean, y nunca olvidaré su gran corazón y gran sensibilidad humana, en el proceso de adaptar todos los ejercicios de actuación a la situación de ella, además de que siempre la estimuló y le celebró mucho ese pedacito de su gran talento, que su condición le permitía manifestar”.
Manuel Padilla, productor de tu montaje de “La fortuna y los ojos del hombre” de John Herbert, cuando, en la década de 1980, se hizo en el Teatro Río Piedras (antiguo Teatro Lux) reveló lo siguiente: “Mientras hacíamos la obra, yo daba talleres de teatro a los internos de la cárcel regional de Bayamón. Se me ocurrió proponerle a Dean, quien estaba en todo su apogeo como director de telenovelas, que diera un taller, con mis estudiantes. El profesor me ayudó a gestionar los permisos para traerlos al teatro a ver la obra. Después de eso, los muchachos hicieron improvisaciones a base de la obra, y Dean no quiso cobrar un solo centavo por esa labor social”.
La periodista Delvis Griselle Ortiz contó, que cuando estaba en cuarto año de universidad, una tetera hirviendo se derramó en una de sus piernas. Nerviosa y adolorida, por las quemaduras en segundo grado, te llamó, y tú fuiste corriendo, la llevaste al hospital, la esperaste, la llevaste a la casa de su tía y no te moviste de su lado hasta que se quedó dormida.
Me contaron que en la huelga de 2010 los estudiantes necesitaban una estufa de gas. El Colegio de Actores de Puerto Rico te lo hizo saber. De inmediato, y aunque no te lo pidieron, compraste una nueva y la donaste. Me contaron que luchaste por las becas de muchos estudiantes. Me contaron de tantas acciones tuyas, desinteresadas, altruistas, que no salieron en los periódicos, ni en las revistas. ¿Qué te parece, Dean? Después de cosas tan inmensas, mi egoísmo insiste en competir por ti.
No quiero decir lo que se sabe, que naciste en Caguas el 17 de octubre de 1937, y te despediste el 3 de febrero de 2022; que te graduaste del Departamento de Drama en la UPR y completaste una maestría en NYU; que llegaste a ser director del Departamento de Drama, donde enseñaste por 50 años; que fuiste miembro fundador de Teatro del 60; que bajo tu dirección el Teatro Rodante resultó triunfador en certámenes internacionales; que dirigiste 300 obras de teatro; que ganaste premios; que te hicieron homenajes; que la Universidad de Puerto Rico te concedió un Doctorado Honoris Causa en Letras y Artes, en 2016; que tu programa de televisión “Estudio Actoral” es un documento histórico sin igual. No quiero entrar en las ceremonias póstumas que te harán. Las banderas de esta tierra lucen a media asta, y estoy aquí, insistiendo en mis palabras.
En 1970, cuando ingresé en la universidad, el panorama teatral en Puerto Rico no era como lo es hoy. El teatro no se hacía todos los meses. Los Centros de Bellas Artes estaban en los sueños. Las oportunidades para los actores eran escasas. Pero tú, sin perder la fe, trasmitías con magia que el teatro merece profesionales que estén dispuestos a vivir por su estandarte. A la hora de enseñarnos, tus comentarios eran cínicos, pero acertados: “La escena está más lenta que una caravana de cocos en el desierto del Sahara”. “No hay intermedio, se nos escapa el público”. “Y de paso, estúdiense el libreto”. “De la obra, me gustó la bola de baloncesto”. “Busca la luz para que tu abuelita te vea”. “El vestuario de ella va a ser, solamente, una lentejuela en el ombligo”. “A Caguas no se baja, a Caguas se sube”. “Si continúan hablando así, voy tener que ponerle subtítulos a la obra”. “Lassie y Rintintín son animales y cuando escuchan acción, saben por dónde entrar y por dónde salir”. “Camina como si supieras caminar”. “Actúen como si fuesen humanos”.
Al recordar, no lo puedo evitar: me tiro al piso a morir de carcajadas, y, al entender que las personas que nos aman no desean nuestras lágrimas, reafirmo que me amas y desaparecen mis celos por tu amor a los demás.
Tú y yo comenzamos conversando sobre temas fascinantes. En tu oficina se planeaban viajes para ir a ver teatro en Nueva York. En las noches, la tertulia se encendía en tu casa, y a veces nos quedábamos a dormir. Fuiste el primer actor a quien besé apasionadamente en un escenario. Nunca tuve el honor de que fueras mi director. Cuando, al fin, fuiste mi maestro de dirección escénica, aprendí que un director tiene que ser inteligente, conocedor, creativo y divertirse mucho con lo que hace. Tú eras, además, un director subliminal. Las estrategias de baloncesto que usaste para dirigir “La última temporada del campeonato” de Jason Miller, me motivaron a seguir tus pasos. Atesoraste tanto mi libreto de dirección en tu clase, que nunca me lo entregaste.
No voy a dejar de pensar que tú y yo teníamos algo que no tenías con nadie más. Mis vivencias contigo fueron causalidad. Fuimos contratados para escribir programas de radio en WIPR, el mismo día; dirigiste mis obras “La mujer ancla” y “El crítico” para el Festival de Teatro Puertorriqueño del ICP, en 1996. Fuiste a ver las obras que dirigí en Repertorio Español en Nueva York, y muchas de las que dirigí en Puerto Rico. Cuando me entrevistaste para “Estudio Actoral”, me anunciaste como tu ángel, y yo te creí.
A las tres y media de la tarde del 3 de febrero me enteré que el momento que me faltaba contigo, no iba a ser. Me instalé en la negación. Me llené de ira. Mientras fui recordando los momentos que sí se dieron contigo, recibí el consuelo de tener la seguridad que los disfruté a cabalidad y que en cada uno de esos encuentros te dejé saber cuán extraordinario fue el privilegio de conocerte.
Mientras desenvuelvo estas palabras, tengo a mi lado el libro que escribiste sobre tus vivencias y anécdotas en el teatro, y leo en la portada el nombre que escogiste: “Ese no es nadie”. Aunque se que el título del libro se trata de un cinismo, que tu amor no quiere mis lágrimas y eso me encanta, mi pena siente la necesidad de llorarte. Por favor, Dean, no sigas haciéndome reír.