Por Omar Santiago Fuentes
Cuando los jóvenes trovadores íbamos (como prospectos) a los concursos de trovadores en la famosa década de 1990, sabíamos que era un domingo para pasarla bonito y aprender. Siempre volvíamos a casa con algo que contar. A ese momento, estaban activos muchos trovadores de nivel, buenos improvisadores, espontáneos, de buena voz, de astucia mental, de experiencia y temple.
Para nuestra bendición, como los concursos eran muchos, en ocasiones podíamos compartir con unos y en otras con otros. Estimo que en los concursos de buen nivel podían haber 20 o 30 trovadores que ocupaban con frecuencia los primeros lugares, y muchos no faltaban a ningún rincón de la Isla.
Dentro de esos Trovadores había algunos que sobresalían por su contenido y otros por sus múltiples cualidades artísticas. Porque además de ser conocedores de la estrofa, tenían ligereza, seguridad y mucha visión poética y esas cualidades siempre han sido inherentes al arte de la oralidad. Nosotros, los aprendices éramos tímidos, nerviosos y eso se nos notaba. Aunque muchos lo superamos con el tiempo, en aquellas décadas había maestros que nos dejaban embelesados. Recuerdo siempre, que cuando llegábamos a las plazas y se hacía un recuento de los participantes, algún compañero decía: “¡Hoy viene Arturo!”…
Al poco rato, cuando llegaba “el master”, la energía cambiaba. Te saludaba efusivo, se reía y guiñando un ojo te transmitía un mensaje silente que advertía que había que cantar bueno para ganar. Los que querían ganar, lo miraban y murmuraban subiendo las cejas sobre las posibilidades de triunfo, porque todos sabían que él venía a competir con los buenos, sin mirar nombres. Daba igual que fuera amigo o conocido, a la hora del concurso todo quedaba a un lado, y él cantaba para ganar.
No he visto a nadie coger el pie forzado con tanta confianza, por difícil que fuera. Se paraba serio, y con su ceño fruncido daba la impresión de que lo podía dominar. Cuando el Seis de Ceiba parecía oírse a lo lejos, llegaba aquel grito con un – le lo lai – campesino que cambiaba la tarde y provocaba aplausos instantáneos, en ocasiones sin decir el primer verso. Ya al terminar la estrofa, sus ademanes, sus pasos bailados y sus golpes en el pecho, entrando en el verso nueve, provocaban aplausos con un efecto dominó.
Fueron decenas los premios ganados, cientos los concursos de trovadores donde participó y muchas las controversias de espinelas que tuvo con los mejores de su tiempo. En una ocasión me dijo: “recuerda que yo no tengo escuela”, como infiriendo que algunos le llevaban esa ventaja, y era cierto.
Arturo, llegó a la cima, y cuando estuvo en ella le dio la mano a muchos compañeros para subir. Fue gestor, abrió plazas, hizo programas, dio vida al arte, grabó discos y trascendió a otros espacios como artista. Su eco, queda en otras voces, como su hijo Arturito, y su exalumno Jovino que tienen mucho perfil del decano.
Así lo recuerdo yo, como en la foto, cuando ganó en San Germán (en ese momento yo tenía 12 años y estuve de niño trovador).
Como ya saben todos, se quedó dormido el lunes, y entre sus compañeros de cielo, seguro alguno dijo: “¡HOY VIENE ARTURO!”.