Pelo malo

Por Antonio Martorell
Taller La Playa de Ponce

“Pelo malo”, me decía mi abuela apuntando con el artrítico y encorvado índice de su mano, diestra en acusar lo inconveniente, el cabello ensortijado de una vecina. “Pelo malo el mío que comenzó a caerse a mis dieciséis años”, le diría yo ahora a pesar de ser mi pelo, más que lacio, muerto, que así también lo llamábamos. Pues tan muerto resultó que me precedió por más de medio siglo a sabrá Dios dónde.

Me ha tomado mucho tiempo y no pocos conflictos familiares y sociales desaprender la bien aprendida mala educación, el discrimen racial boricua, que por no ser tan obvio y cruel como el estadounidense, es más difícil de señalar y combatir. Como muchos hijos de una pequeña y emergente clase media en los años cincuenta del siglo pasado, me criaron para ser blanco y americano, gordo y colorao.

“¿Y tu abuela, dónde está?” era una pregunta sin clara, y mucho menos, oscura contestación. Cuando nacía un varón, el consabido ritual era examinarle de inmediato los testículos para cerciorarse que eran más rosados que cenizos. La palabra afrodescendiente no se oía ni de labios finos ni de bemba colorá. Negros eran los de las islitas de por ahí aunque una de mis tías, una vez me dijera: “Toñito, los negritos de Martinica son tan finos que hasta hablan francés”.

Ha corrido mucho llanto y sangre desde aquel tiempo cuando fraternidades, sororidades y clubes llamados de “alta sociedad” rechazaban a los que evidenciaran la negada herencia racial. Sin embargo, a estas alturas y con astronautas colonizando el espacio, sorprende que– frente a los horrores tan racistas como clasistas en el país que aunque nos pese borra nuestro pasado, determina nuestro presente y oscurece nuestro futuro– sean escasas las voces que protestan y defienden a nuestros hermanos torturados y asesinados impunemente por el crimen que supone el color de su piel.

No hay que ser negro o mestizo para solidarizarse con las víctimas de la injusticia. El color de la piel no es la frontera de la inhumanidad. ¿O es que por creernos blancos, como evidencia el censo poblacional cada diez años, nos hemos insensibilizado a la desgracia ajena? ¿Podrá la negación de la propia identidad cegarnos a tal punto de cancelar nuestra condición humana, renunciar a la empatía, renegar de virtudes tan bíblicas como cívicas?

¿O es que bajo ese supuesto pelo bueno, las neuronas cerebrales han declarado toque de queda coronándose con el virus de la enajenación? La pandemia del racismo lleva siglos con nosotros. Su transmisión es indetectable a primera vista, sus síntomas no son fiebre, ni tos, ni tampoco dificultad respiratoria. La manifestación más evidente es la pérdida de la capacidad de indignación, el embotamiento de la sensibilidad, la negación de la propia humanidad. Tan sólo el horror que estamos viviendo quizás sea la vacuna que no se encuentra en los laboratorios, los anticuerpos ausentes del tejido social en mortal combate por la justicia, la rebelión del corazón a flor de piel.

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