Latente el soneo de Maelo a la esperanza

Por Jaime Torres Torres
Para Fundación Nacional para la Cultura Popular

Los salseros de Colombia, Panamá, Perú, Venezuela y Ecuador le rinden tributo hoy a Ismael Rivera, el Brujo de Borinquen.

En el octogésimo cuarto aniversario de su natalicio, no pocos sienten la compañía del Sonero Mayor, dictando la clave que mantiene de pie al pueblo puertorriqueño, a pesar de la agonía de los sectores populares.

Nació el 5 de octubre de 1931 y se marchó, inesperadamente, el 13 de mayo de 1987. Un año antes, este periodista emprendía sus primeros pasos en el periodismo cultural en la redacción de El Nuevo Día. Imposible es olvidar la tarde en que intercambié impresiones con la entonces dirección de Por Dentro, sobre la ausencia de Ismael Rivera, Rafael Cepeda y El Gran Combo en las páginas del rotativo.

“Aunque nos digan racistas, aquí no vamos a publicar nada de El Gran Combo”, sentenció la la dirección de la sección, con su poder y autoridad, en días en que la única cobertura que recibía la salsa era limitada a Rubén Blades y Willie Colón.

Su muerte, de un ataque cardiaco, no recibió el despliegue esperado, pero casi tres décadas después hablar de Ismael Rivera, es aludir a un héroe de la marginalidad urbana que está presente en cada limpiabotas, albañil y sonero de la Isla del Encanto.

Esbozar la sociología del negro puertorriqueño que en la década del 50 abandona el arrabal para intentar ganarse la vida en condiciones de trabajo más dignas y menos explotadoras es imposible sin aludir al paradigma de Ismael Rivera y su compadre Rafael Cortijo.

Dejaron atrás el palaustre, la flota y el cemento para incursionar en la losa y poner a bailar a la alta alcurnia en los salones de la época.

En 2001, para el ensayo “Maelo, el más grande”, documentamos que la clave se apoderó de su ser cuando era un niño que, entre canicas y trompos, caminaba por los callejones de Villa Palmeras, en las inmediaciones de la Calle Calma.

La clave del tic-tac-tic de un viejo reloj que había en la sala de la casita de doña Margot se le grabó en el alma y por las tardes, después de su faena como limpiabotas, la marcaba a la orilla de la playa del Trolley junto a su amigo Cortijo.

Tiempos de pobreza extrema; de miseria, hambre y arrabal; de sudor y poca lana. De estereotipos y discriminación racial; de promesas de pan, tierra y libertad. Era otra sociedad; otro país; otra cultura que, tras décadas de asimilación, forjó parte de su identidad, contra la transculturación gringa, precisamente con la música de Ismael Rivera y el Combo de Cortijo.

Escuchar la plena “El charlatán”, acompañado por La Panamericana de Lito Peña, o “El bombón de Elena”, tema que el patriarca Rafael Cepeda le entregó a Cortijo para que la grabara con Maelo, es comparable con un grito de guerra y victoria; con un clamor de emancipación racial y un pregón de liberación.

En la pelota Clemente y Peruchín representaron con altos honores al negro puertorriqueño. Y en la música Ismael y Cortijo lo hicieron con excelencia.

Con el tiempo los anacronismos raciales y culturales de que fue objeto el Sonero Mayor se disiparon, incluso reivindicando la privación de su libertad por un caso, analizando los hechos hoy, de dudosa veracidad.

Y es que desde antes de la organización de Los Cachimbos, Ismael Rivera ya era un profeta de la mandinga; un sabio poeta del arrabal, voz del pobre y conciencia de los olvidados. En su desafío a las estructuras métricas de la clave; la rima y su ingenio para la improvisación desbocada, en abierto reto al montuno y saliendo ileso del rigor del mambo, palpitaba, como una catarsis, las penurias que las clases marginabas ansiaban expresar. Ser pobre era un asunto, pero ser pobre y negro, entonces, era como una maldición que Ismael y sus compañeros sacralizaron.

Hoy, en que celebramos su natalicio, lo sentimos aquí, vivito y coleando, y presente con su música como estandarte.

Porque escuchar a Ismael es un asunto de voluntad ciudadana porque, si bien la radio de Cali, el Callao, el Chorrillo y Caracas lo mantienen en rotación regular, las emisoras locales, salvo algunas excepciones, apenas lo tocan más allá de las efemérides de su natalicio y deceso.

Hoy podría escuchar “Carimbó”, “Las caras lindas”, “El Nazareno”, “La Perla”, “Colobó”, “Orgullosa”, “Qué te pasa a ti”, “Incomprendido”, “La gata montesa” y “Dime por qué”, pero prefiero “Profesión esperanza”.

La prefiero porque en el clímax de su fama se pudo dar el lujo de grabar temas menos comprometedores. Pero, al contrario, reafirmó mucho más su lealtad al pueblo y a la identidad boricua.

Con mucho sentimiento, al momento de redactar estas líneas había escuchado “Profesión esperanza” como cinco veces… Creo que Tite Curet Alonso fue iluminado con el don de la profecía porque cuidado que, casi cuatro décadas después de estamparla en el elepé “De todas maneras rosas”, “Profesión esperanza” es una obra que Borinquen necesita escuchar.

Para endulzar la amargura cotidiana; sonreír ante la mueca del dolor, recordar –como versa el cliché- que en la unión está la fuerza y apostar por la gente buena y abnegada que aun habita Borinquen.

Ese es el mensaje implícito del soneo de Maelo a la esperanza.

Puerto Rico sigue lindo, sigue bonito, lindo, lindo…
Yo puertorriqueño soy
profesión esperanza.
Lo que me dicen hoy,
yo sé no es la verdad.
Porque mi tierra es cuenta mía,
y sé que todavía le cabe más amor,
le cabe más honor…
Puerto Rico sigue lindo, sigue bonito, lindo, lindo…
Yo puertorriqueño soy,
profesión esperanza.
Contra mi hermano, no,
contra ese yo no voy,
porque no quiero ver mi tierra,
sumida en una guerra.
Boricua, sé que soy,
con honra y con honor…

Con estas líneas la Fundación Nacional para la Cultura Popular rinde su tributo sincero al Sonero Mayor, Ismael Rivera, y se une a las voces que lo recuerdan en la efeméride de su natalicio.

Quizás la Calle Calma, identificada como la Ismael Rivera en la marginal de la Baldorioty de Castro y la Calle Loíza en Villa Palmeras, Santurce, no es tan tranquila como dos décadas atrás, pero no ha perdido la clave.

Allí, las ramas de los almendros y flamboyanes se mueven traviesas al compás de las brisas de bomba, plena, guaracha y guaguancó que aún soplan en la memoria del vecindario de la infancia de Maelo.

Permea su espíritu por Changai, Playita y Lloréns Torres… Se pasea por la Plaza de los Salseros, donde se exhibe su busto… Llega al panteón que la familia se esmera por conservar en condiciones dignas en el cementerio de la avenida Eduardo Conde y se refugia en las cuatro paredes del humilde museo que alberga la casita que compartió con doña Margot hasta la mañana de su última función terrenal para abrazarse a la inmortalidad que celebramos hoy.

¡Ecua jey!

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