Por Alina Marrero
Para Fundación Nacional para la Cultura Popular
Si fuéramos a resumir la calidad de la obra Ermelinda del dramaturgo puertorriqueño Angel Amaro y el montaje que vimos el pasado sábado, lo haríamos con la palabra sinceridad.
Conocemos el teatro de Angel Amaro desde los últimos dos años en la década de 1970. Estuvimos en el estreno de su

obra, “El Gólgota de Hierro”, en el Ateneo Puertorriqueño, en 1978. Desde esos momentos supimos que el autor estaba comprometido con las realidades en su entorno social y los efectos de las mismas en sus personajes.
Después, surgió su personaje Pelusín, y con éste llegaron unas cuentas propuestas de teatro infantil. Desde “El Gólgota de Hierro”, Angel Amaro, quien pertenece a la generación dramatúrgica de la década de 1980, la Nueva Dramaturgía Puertorriqueña, ha estado activo en las distintas facetas del teatro, como maestro, director, actor, escritor y dramaturgo, y hemos seguido su trabajo.
Cuando fuimos a ver la reposición de su obra “Ermelinda”, como parte del XXXVII Festival de teatro del Ateneo Puertorriqueño, dedicado a Eduardo Bobrén Bisbal, teníamos la curiosidad de verla a la distancia de la época en la cual fue escrita, por la vigencia que entonces tenía. Aunque algunas cosas han cambiado, como la cantidad de chicas que deseaban ser, específicamente, vedettes y el desahucio a los invasores de terreno era noticia diaria de primera plana, las chicas siguen deseando la fama y sensualidad de la vedette, y tenemos más ciudadanos que entonces sin hogar en las calles. No obstante, el eje de la obra gira en torno al desempleo de la clase artística. Este problema ha mantenido una línea ascendente desde el momento que “Ermelinda” estrenó. Entonces la obra, escrita entre 1978 y 1979, estrenada en 1980 y repuesta en 1990, tiene una vigencia sorprendente.
Ermelinda y su madre viven en un condominio en Miramar. Cerca del condominio, de cara a la bahía, hay un solar vacío. Las dos mujeres invaden el solar, no para vivir en él, sino para trabajar, y montan un negocio donde venden piñas coladas, mazorcas de maíz y carnes al pincho. Como atractivo, se les ocurre crear un espectáculo para la inauguración. Ermelinda imitará a las actrices que ve en la novela, y su madre será la Reina de la Mazorca de Maíz. La madre de Ermelinda fue una actriz muy conocida en el pasado cercano y su hija, quien aparentemente heredó su talento, sueña con ser actriz. Ese trasfondo hace que la situación de estas dos mujeres sea una, deplorablemente

decadente. Las situaciones, o escenas, están construidas en distintos juegos donde las actrices interpretan distintos personajes. Entre los mismos, una vecina del condominio, un policía y un periodista. Con una línea de reminiscencia que atraviesa por el teatro de Harold Pinter hasta llegar a los maestros que formaron su generación, Amaro pasea a estas dos mujeres entre lo que fue y lo que hubieran deseado que fuera, lo que es y lo que desean que sea, lo que podría ser y lo que ellas desean que sea, en un ambiente enfrentado por una desgarradora realidad.
Conforme un comunicado de prensa, “el autor presenta su obra como una pecaminosa anticomedia; todo aquello que no nos gusta y que otros hacen puede parecernos pecado; bajo esta visión, el mundo del ambiente artístico y la sociedad queda al desnudo”.
Entendemos que la verdad de Ermelinda posee más profundidad. En muy raras ocasiones una obra de teatro logra estremecer el corazón del espectador con un final tan directo y pletóricamente sincero.
Amaro dirigió su pieza con mucha maestría. Por supuesto, la conoce, pero no todo dramaturgo es director. Este autor es un director muy bueno. Su tráfico escénico es preciso y su estética despliega creatividad sincera. La colocación de cabezotes como público en el escenario casi al final del segundo acto, impactó como golpe certero, tanto como el final. Desgarrador comentario (muy honesto) por la ausencia del público verdadero en muchas de nuestras salas de teatro. Podría, tal vez, trabajar un poco más los silencios y reacciones de los actores en momentos de alta emotividad.
Un detalle interesante del montaje fue la selección de un actor varón para interpretar a Ermelinda. Esta selección, que puede ser desastrosa conforme las destrezas de cultura escénica que tenga el actor, añadió otra dimensión en forma y contenido al montaje. Pudo haberse tratado de un personaje transexual o de una verdadera mujer. No obstante, el asunto, el problema que enfrenta Ermelinda, es, por común a todos, más fuerte. La obra no plantea la cuestión transexual desde su eje.
Sin las exageraciones en los ademanes, propias de muchos actores que interpretan mujeres, Jonathan Amaro pintó

a una joven mujer, casi niña, con credibilidad conmovedora y sincera. Indagó también la esencia, la interioridad de la mujer, y así lo dejó saber. Su actuación fue redonda. Como la madre de Ermelinda, Rosabel Otón colocó su personaje encima de su piel. Usó todas sus destrezas histriónicas y talento para brillar en cada momento. Bailó, cantó, enfureció, sonrío, corrió, caminó, lloró y se lució.
La ambientación escénica y coordinación de vestuario, del mismo director, reforzó la creatividad de su montaje a favor de la intención: la deplorable decadencia de un profesional capaz desempleado. Eduardo Bobrén Bisbal, una vez más, sacó el máximo de los instrumentos de luces en la sala del Ateneo Puertorriqueño. Ante tanta sinceridad, no se necesita más.